lunes, 21 de diciembre de 2009

Una historia de fantasmas

Era muy tarde, no sabía qué hora exactamente. Había querido mirar el reloj hacía unos segundos pero me había perdido,como siempre,en las ideas que afortunadamente, o no, atraviesan mi mente en cada momento de mi vida a la velocidad del sonido. Eran las dos y dos exactamente, aunque yo eso no lo sabía,claro. Creo que abrí la puerta del salón donde me encontraba y entré en la cocina para buscar algo indefinido(ya me había perdido otra vez); fúe un trago de agua. Volví al salón y apagué la tele después de haber buscado el mando a distancia entre los cojines azules de mi sofá. Aquel silencio de madrugada aún joven, casi bebé, se deslizó contundente dentro de mí, desde la boca hasta que vi el pasillo con la luz apagada, y al final la puerta del dormitorio. Pulsé el interruptor y avancé descalzo cuidadosamente, mimando la calma, sintiendo quieto el suelo de madera que me sostenía, temiendo, de repente, pero sabiendo a la vez que no ocurriría, perder el equilibrio de mis piernas e instantáneamente el de aquella atmósfera compacta. Entré en mi cuarto; solo yo y solo él. La cama mal hecha por mi; la encimera llena de cosas guardadas para nada, simplemente por si acaso, siempre por si acaso. Así que te imaginé allí, dormido de espaldas, guardándome un sitio inconscientemente. Y entonces quise aún ser más silencioso, para no despertarte, más, más quieto, más pesado, más sutil, casi sordo, mudo del todo. Cerré la puerta con cerrojo, muy despacio, por no ponérselo fácil a los monstruos, asesinos y ladrones que ocupan siempre casas tan vacías como la mía. Y me acerqué. La alfombra me daba seguridad. Creo que estuve un rato allí plantado, creyéndome cosas, tratando de descifrar quién eras tú. Oí tu brisa o respiración quebrantando suave el aire y el polvo muerto que solo dice cosas muy temprano, desayunando con la luz de la mañana. Tragué de repente otro mar y me di cuenta de que sonreía, casi llorando. Y entonces aparté la colcha que te cubría, me metí dentro de aquel lecho perfecto para morirse. Permanecí aún un rato reclinado, con el cielo profundo dentro del pecho. Nos arropé, pasé mi brazo por el tuyo que me ignoraba. Te despertaste un poco; no sabías; pero al final, rápidamente reconociste que era yo, y me agarraste la mano. Respiraste muy hondo, tan hondo como se hundió el barco en el que te hiciste fantasma, allí, de aquel modo y ya está. Seguiste durmiendo, y yo, apagué la luz.